Anoche conocí a Yamiley, la muchachita más linda de Isla Juventud
Anoche conocí a Yamiley, la más bella muchachita de la Isla de la Juventud. Ella sólo tiene quince años, pero ya es digna poseedora de la belleza y sensualidad arrebatadoras que sólo algunas mujeres privilegiadas tienen. Sus ojos negros, tiernos, sensuales, inquisidores, son el lugar donde reside la última brizna de inocencia recuerdo de su recién perdida infancia.
Yamiley es bella, sin duda. Yo lo supe inmediatamente. Y también todos los hombres y mujeres que tuvimos la suerte de posar nuestra mirada en ella. Hasta su hermana, una veinteañera curtida en mil batallas, y su novio, un negrón inmenso de muchos tragos y pocas palabras, lo sabían. Ellos andaban escoltando a la muchachita. Una menor no debe andar sola en la discoteca por la noche.
La casualidad o mi suerte inagotable, hizo que Yamiley terminara sentada a mi lado en la mesa donde compartía unos tragos con unos amigos italianos. Conversamos. O mejor dicho, yo conversé mucho animado por los tragos de Añejo Blanco que había tomado. La muchachita me miraba con ojos huidizos, a través de los cuales se adivinaba en ocasiones una chispa de sorpresa. Ella, muy de cuando en cuando, interrumpía mi monólogo con preguntas intrascendentes. “¿Y usted en qué trabaja allá en España? ¿Y en qué ciudad vive? ¿Y hace mucho que visita la Isla? ¿Y en que casa está usted alquilado?”
Fue el impacto de esta última pregunta la que consiguió devolverme en un segundo la sobriedad, apartando de un plumazo el relajo que el ron me estaba produciendo. Quise ahondar en la cuestión “¿Y por qué quiere saberlo? ¿Acaso va usted a visitarme?” Ella, sin mirarme a los ojos y con voz bajita, respondió “Si usted quiere, vamos a su cuarto”.
Tristeza.
Un poco más allá, su hermana y el negrón esperaban expectantes. Sabían qué estaba pasando, como no, y estaban deseosos de que ocurriera. Con toda probabilidad, el motivo por el cual la muchachita conversó conmigo y se me ofreció, fue el hambre de fulas -dinero- de la pareja.
Le propuse salir a la calle a conversar, con la necesidad imperiosa de alejar a Yamiley lo más posible de aquellos dos comemierda. Ella pidió permiso a su hermana –se lo dió, ¡cómo no!- y nos fuimos en mi carrito alquilado. “¿Y tu hermana?” –pregunté. “No se preocupe que ella espera a que terminemos y la vengamos a buscar”.
Asco.
Hablé con ella, le dije que aunque sin duda era la más linda muchachita de la Isla, un tipo de treintaytantos como yo, jamás se atrevería a poner una mano encima de ella. No podía, no quería y no iba a hacerlo. Ella asentía casi con indiferencia a mi pequeño sermón, sin comprender ni media palabra, mientras yo era consciente que estaba tratando de evitar lo inevitable. No se puede parar una bala con las manos.
Al final le propuse a la muchachita llevarla hoy a la playa. Tenía la esperanza de tener más tiempo para conversar con ella, y conseguir evitar que ella se convirtiera en una más de la legión de jineteras que pululan las calles y discotecas de Cuba.
Iluso.
Al día siguiente fui a buscarla. La esperé durante una hora, pero ella no apareció.
Y no pude evitar sentir tristeza, asco e impotencia al imaginar la conversación entre Yamiley, la muchachita más linda de Nueva Gerona y su hermana. “¿Y dices que no te chingó? ¿Qué le pasa al yuma maricón ese? ¿Qué te quiere llevar a la playa? ¿Y usted cree que le va a pagar por eso? ¡A la pinga con el chingao ese!”
Seguramente esta noche, Yamiley encontrará a un turista sin mis dilemas éticos dispuesto a pagar veinte fulas por el culo de la muchachita. Los hay aquí, y muchos.
Yamiley es bella, sin duda. Yo lo supe inmediatamente. Y también todos los hombres y mujeres que tuvimos la suerte de posar nuestra mirada en ella. Hasta su hermana, una veinteañera curtida en mil batallas, y su novio, un negrón inmenso de muchos tragos y pocas palabras, lo sabían. Ellos andaban escoltando a la muchachita. Una menor no debe andar sola en la discoteca por la noche.
La casualidad o mi suerte inagotable, hizo que Yamiley terminara sentada a mi lado en la mesa donde compartía unos tragos con unos amigos italianos. Conversamos. O mejor dicho, yo conversé mucho animado por los tragos de Añejo Blanco que había tomado. La muchachita me miraba con ojos huidizos, a través de los cuales se adivinaba en ocasiones una chispa de sorpresa. Ella, muy de cuando en cuando, interrumpía mi monólogo con preguntas intrascendentes. “¿Y usted en qué trabaja allá en España? ¿Y en qué ciudad vive? ¿Y hace mucho que visita la Isla? ¿Y en que casa está usted alquilado?”
Fue el impacto de esta última pregunta la que consiguió devolverme en un segundo la sobriedad, apartando de un plumazo el relajo que el ron me estaba produciendo. Quise ahondar en la cuestión “¿Y por qué quiere saberlo? ¿Acaso va usted a visitarme?” Ella, sin mirarme a los ojos y con voz bajita, respondió “Si usted quiere, vamos a su cuarto”.
Tristeza.
Un poco más allá, su hermana y el negrón esperaban expectantes. Sabían qué estaba pasando, como no, y estaban deseosos de que ocurriera. Con toda probabilidad, el motivo por el cual la muchachita conversó conmigo y se me ofreció, fue el hambre de fulas -dinero- de la pareja.
Le propuse salir a la calle a conversar, con la necesidad imperiosa de alejar a Yamiley lo más posible de aquellos dos comemierda. Ella pidió permiso a su hermana –se lo dió, ¡cómo no!- y nos fuimos en mi carrito alquilado. “¿Y tu hermana?” –pregunté. “No se preocupe que ella espera a que terminemos y la vengamos a buscar”.
Asco.
Hablé con ella, le dije que aunque sin duda era la más linda muchachita de la Isla, un tipo de treintaytantos como yo, jamás se atrevería a poner una mano encima de ella. No podía, no quería y no iba a hacerlo. Ella asentía casi con indiferencia a mi pequeño sermón, sin comprender ni media palabra, mientras yo era consciente que estaba tratando de evitar lo inevitable. No se puede parar una bala con las manos.
Al final le propuse a la muchachita llevarla hoy a la playa. Tenía la esperanza de tener más tiempo para conversar con ella, y conseguir evitar que ella se convirtiera en una más de la legión de jineteras que pululan las calles y discotecas de Cuba.
Iluso.
Al día siguiente fui a buscarla. La esperé durante una hora, pero ella no apareció.
Y no pude evitar sentir tristeza, asco e impotencia al imaginar la conversación entre Yamiley, la muchachita más linda de Nueva Gerona y su hermana. “¿Y dices que no te chingó? ¿Qué le pasa al yuma maricón ese? ¿Qué te quiere llevar a la playa? ¿Y usted cree que le va a pagar por eso? ¡A la pinga con el chingao ese!”
Seguramente esta noche, Yamiley encontrará a un turista sin mis dilemas éticos dispuesto a pagar veinte fulas por el culo de la muchachita. Los hay aquí, y muchos.
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