Mis últimos días en Cuba. El final del viaje.
Se ha convertido casi ya en una tradición. Cada vez que visito Cuba, termino mi viaje en el poblado de Guanabo, en la Playas del Este habaneras. Un poco más allá de la bulliciosa Santa María del Mar y un poco más allá de Bocaciega, se extiende siguiendo la costa atlántica tropical este lugar turístico, repleto en verano de habaneros y extranjeros, principalmente italianos jóvenes y con menos dinero del que pretenden aparentar ante las jineteras negras que buscan.
Guanabo y Playas del Este fue la primera zona de Cuba que visité en mi primer viaje. Fue allá por el año 1999 cuando accidentalmente y sin preparación previa, aparecí en el aeropuerto internacional José Martí de La Habana a esperar un transporte a una instalación termal de Villa Clara, que nunca apareció. Acabé en el horrendo hotel Tropicoco, en Santa María del Mar, en uno de los puntos más ajetreados de la costa norte de Cuba. Fue en aquel viaje donde conocí a Regino, responsable del buró de reservaciones de Marina Tarará, donde me sumergí por primera vez entre esponjas y corales en las apasionantes aguas tropicales. Fue Regino quien me descubrió la posibilidad de alojarme en una casa particular de una familia cubana en lugar de hacerlo en un frío hotel atestado de aburridos canadienses. Fue Regino, en definitiva, el máximo responsable de que acabara amando este país que descubrí casi por casualidad.
Mis últimos días en Cuba, los he pasado en la casa de Bartolomé y Mercedes, muy cercana a la playa de blanca arena y aguas azules de Guanabo. Han sido días de mucho sol, baños de mar al amanecer y al anochecer, y tragos de combinado de ron, esta vez con hielo y todo. ¡Guababo no es Isla Juventud! Aquí hay turismo, hay dinero y hay proximidad a La Habana. Acá no falta de nada, socio. Guanabo ofrece las comodidades necesarias para esperar plácidamente el momento de regresar a la cotidianeidad.
Mi vuelo partió casi puntual de La Habana el sábado 19 de agosto. En Madrid, ya en el mediodía del domingo, tuve el tiempo suficiente para acercarme en un metro atestado de inmigrantes -en Madrid sólo quedan aquellos que no tienen dinero para irse a la costa- a la cafetería Hontanares de la Avenida América, todo un clásico. Allí, pese al sueño acumulado y al jet lag, disfruté de algunas viandas inexistentes en Cuba: mi paladar se reencontró con el jamón ibérico, el queso manchego, los calamares -¿por qué son tan ricos los calamares en Madrid?- y lo que es más importante, con el vino de rioja y los carajillos de brandy. Sólo faltó pedirle al enpajaritado camarero que tuviera la deferencia de regalarme los oídos con una de El Fary o de Manolo Escobar. ¡Qué viva España, compay! Tras el ágape, y de nuevo en metro por la falta de apuro, me dirijo hacia la estación de trenes Puerta de Atocha. A las seis de la tarde cubriría en el Alaris la última etapa de mi viaje: directo a Castellón. Hogar dulce hogar.
Guanabo y Playas del Este fue la primera zona de Cuba que visité en mi primer viaje. Fue allá por el año 1999 cuando accidentalmente y sin preparación previa, aparecí en el aeropuerto internacional José Martí de La Habana a esperar un transporte a una instalación termal de Villa Clara, que nunca apareció. Acabé en el horrendo hotel Tropicoco, en Santa María del Mar, en uno de los puntos más ajetreados de la costa norte de Cuba. Fue en aquel viaje donde conocí a Regino, responsable del buró de reservaciones de Marina Tarará, donde me sumergí por primera vez entre esponjas y corales en las apasionantes aguas tropicales. Fue Regino quien me descubrió la posibilidad de alojarme en una casa particular de una familia cubana en lugar de hacerlo en un frío hotel atestado de aburridos canadienses. Fue Regino, en definitiva, el máximo responsable de que acabara amando este país que descubrí casi por casualidad.
Mis últimos días en Cuba, los he pasado en la casa de Bartolomé y Mercedes, muy cercana a la playa de blanca arena y aguas azules de Guanabo. Han sido días de mucho sol, baños de mar al amanecer y al anochecer, y tragos de combinado de ron, esta vez con hielo y todo. ¡Guababo no es Isla Juventud! Aquí hay turismo, hay dinero y hay proximidad a La Habana. Acá no falta de nada, socio. Guanabo ofrece las comodidades necesarias para esperar plácidamente el momento de regresar a la cotidianeidad.
Mi vuelo partió casi puntual de La Habana el sábado 19 de agosto. En Madrid, ya en el mediodía del domingo, tuve el tiempo suficiente para acercarme en un metro atestado de inmigrantes -en Madrid sólo quedan aquellos que no tienen dinero para irse a la costa- a la cafetería Hontanares de la Avenida América, todo un clásico. Allí, pese al sueño acumulado y al jet lag, disfruté de algunas viandas inexistentes en Cuba: mi paladar se reencontró con el jamón ibérico, el queso manchego, los calamares -¿por qué son tan ricos los calamares en Madrid?- y lo que es más importante, con el vino de rioja y los carajillos de brandy. Sólo faltó pedirle al enpajaritado camarero que tuviera la deferencia de regalarme los oídos con una de El Fary o de Manolo Escobar. ¡Qué viva España, compay! Tras el ágape, y de nuevo en metro por la falta de apuro, me dirijo hacia la estación de trenes Puerta de Atocha. A las seis de la tarde cubriría en el Alaris la última etapa de mi viaje: directo a Castellón. Hogar dulce hogar.
Cocotaxi circulando por El Malecón de La Habana. Al fondo la Oficina de Intereses Norteamericanos y el Hotel Habana Libre, en Vedado. (foto: Juan Carlos Enrique)