El Bulli de Ferran Adrià. Una experiencia gastronómica única.
En las horas previas al inicio de mi octavo viaje a Cuba, un acontecimiento largamente esperado me lleva hasta la localidad de Roses, provincia de Girona. Soy uno de los afortunados que esta temporada dispone de mesa en el prestigioso restaurante El Bulli, que regenta Ferran Adrià, considerado casi unánimemente como el mejor cocinero del mundo. Al igual que para todo musulmán es obligatorio peregrinar una vez en la vida a La Meca, para todo buen aficionado a la buena mesa, es obligatorio visitar, al menos una vez en la vida, el restaurante de Adrià. Tras tres años de espera, el pasado mes de octubre, recibí un correo de Luís García, uno de los maîtres del restaturante y responsable de las reservas. Tenía mesa para el 26 de julio y me acompañaría mi buen amigo Pepo Arcusa, quien sin duda sabría valorar la experiencia que nos esperaba.
Tras el largo viaje en coche desde Castellón, y tras una breve visita a nuestro hotel, nos dirigimos en taxi a El Bulli. El recorrido desde la bulliciosa Roses hasta la paradisiaca Cala Montjoi es un anticipo de la magia que nos espera. La sinuosa carretera discurre entre los pinos, el monte bajo y el omnipresente mar del Golfo de Roses. Tras veinte minutos, aparece la bellísima cala y una construcción baja perfectamente armonizada con el paisaje. Hemos llegado a El Bulli.
Nos recibe Luis, uno de los maîtres, quien tiene la amabilidad de invitarnos a visitar la espectacular cocina donde tres decenas de cocineros ejecutan con maestría sus labores propias. Presidiendo la escena, en una mesa, revisando papeles, el maestro. Luis nos presenta a Adrià, quien nos saluda amablemente y nos da la bienvenida a su restaurante. No soy nada mitómano, pero aun así no puedo ocultar mi emoción al concer al hombre que ha revolucionado desde su restaurante la alta cocina en todo el mundo.
Tras instalarnos en uno de los comedores, el espectáculo propiamente dicho comienza. La espectacular preparación junto a la mesa de un sorbete de gin tonic utilizando nitrógeno líquido en lugar de agua o hielo, es una buena imagen para iniciar la cena. La nube de humo blanco que sale de la cubeta donde el camarero/showman prepara el brebaje, evoca imágenes de un laboratorio de un científico loco, o de un alquimista medieval. Adrià y su gente consiguen pura magia con su inigualable buen hacer.
Los treinta y tres platos de que consta el menú degustación se van sucediendo y con ellos una explosión de colores, aromas, sabores y texturas. Adrià juega a sorprender al comensal: Una aceituna aparentemente normal literalmente explota en la boca derramando su contenido líquido. Un caviar que en realidad se trata de aceite solidificado. Una pasa que resulta estar hecha de Pedro Ximenez. Una sopa de tomate con jamón en la que no hay tomate ni jamón y que ni siquiera es líquida ni roja, sino amarilla y de consistencia gelatinosa. Un sorprendente brioche estilo tai. Una croqueta sólida y de aspecto convencional que resulta ser líquida en su interior. Un rissoto que en lugar de ser de arroz es de pipas de calabaza. Unos mejillones encapsulados en su propio jugo. Una simple caballa elevada al máximo nivel gastronómico. Porque Adrià, además de sorprender, es capaz de dar valor a ingredientes sencillos, que combina magistralmente con ingredientes exóticos. Toda una lección para muchos restauradores que se empeñan en ofertar productos caros a precios desorbitados. La tarta al wiskey por ejemplo, postre devaluado por execlencia y típico de restaurantes cutres, toma una nueva dimensión en las manos del maestro.
Y no sólo los platos impresionan. También el ritmo es impresionante. Cada plato llega en su momento justo, cada plato viene acompañado de la explicación y las instrucciones exactas, y por supuesto a la temperatura de consumo exacta. La maquinaria de El Bulli no es solo el genio creativo de Ferran Adrià, sino también la perfecta coordinación y el impecable oficio de todos y cada uno de los setenta trabajadores de El Bulli que se desviven para que la experiencia del comensal sea perfecta.
No puedo decir más, mi querido lector. Mi experiencia en El Bulli, no sólo cumplió mis expectativas, sino que las superó ampliamente. Sin duda una cena en El Bulli es la mayor experiencia gastronómica que hoy por hoy está al alcance del hombre. Eso sí, sólo apta para mentes abiertas y paladares iniciados.
Tras el largo viaje en coche desde Castellón, y tras una breve visita a nuestro hotel, nos dirigimos en taxi a El Bulli. El recorrido desde la bulliciosa Roses hasta la paradisiaca Cala Montjoi es un anticipo de la magia que nos espera. La sinuosa carretera discurre entre los pinos, el monte bajo y el omnipresente mar del Golfo de Roses. Tras veinte minutos, aparece la bellísima cala y una construcción baja perfectamente armonizada con el paisaje. Hemos llegado a El Bulli.
Nos recibe Luis, uno de los maîtres, quien tiene la amabilidad de invitarnos a visitar la espectacular cocina donde tres decenas de cocineros ejecutan con maestría sus labores propias. Presidiendo la escena, en una mesa, revisando papeles, el maestro. Luis nos presenta a Adrià, quien nos saluda amablemente y nos da la bienvenida a su restaurante. No soy nada mitómano, pero aun así no puedo ocultar mi emoción al concer al hombre que ha revolucionado desde su restaurante la alta cocina en todo el mundo.
Tras instalarnos en uno de los comedores, el espectáculo propiamente dicho comienza. La espectacular preparación junto a la mesa de un sorbete de gin tonic utilizando nitrógeno líquido en lugar de agua o hielo, es una buena imagen para iniciar la cena. La nube de humo blanco que sale de la cubeta donde el camarero/showman prepara el brebaje, evoca imágenes de un laboratorio de un científico loco, o de un alquimista medieval. Adrià y su gente consiguen pura magia con su inigualable buen hacer.
Los treinta y tres platos de que consta el menú degustación se van sucediendo y con ellos una explosión de colores, aromas, sabores y texturas. Adrià juega a sorprender al comensal: Una aceituna aparentemente normal literalmente explota en la boca derramando su contenido líquido. Un caviar que en realidad se trata de aceite solidificado. Una pasa que resulta estar hecha de Pedro Ximenez. Una sopa de tomate con jamón en la que no hay tomate ni jamón y que ni siquiera es líquida ni roja, sino amarilla y de consistencia gelatinosa. Un sorprendente brioche estilo tai. Una croqueta sólida y de aspecto convencional que resulta ser líquida en su interior. Un rissoto que en lugar de ser de arroz es de pipas de calabaza. Unos mejillones encapsulados en su propio jugo. Una simple caballa elevada al máximo nivel gastronómico. Porque Adrià, además de sorprender, es capaz de dar valor a ingredientes sencillos, que combina magistralmente con ingredientes exóticos. Toda una lección para muchos restauradores que se empeñan en ofertar productos caros a precios desorbitados. La tarta al wiskey por ejemplo, postre devaluado por execlencia y típico de restaurantes cutres, toma una nueva dimensión en las manos del maestro.
Y no sólo los platos impresionan. También el ritmo es impresionante. Cada plato llega en su momento justo, cada plato viene acompañado de la explicación y las instrucciones exactas, y por supuesto a la temperatura de consumo exacta. La maquinaria de El Bulli no es solo el genio creativo de Ferran Adrià, sino también la perfecta coordinación y el impecable oficio de todos y cada uno de los setenta trabajadores de El Bulli que se desviven para que la experiencia del comensal sea perfecta.
No puedo decir más, mi querido lector. Mi experiencia en El Bulli, no sólo cumplió mis expectativas, sino que las superó ampliamente. Sin duda una cena en El Bulli es la mayor experiencia gastronómica que hoy por hoy está al alcance del hombre. Eso sí, sólo apta para mentes abiertas y paladares iniciados.
Tras la cena, visitamos ya de madrugada de nuevo la cocina de El Bulli junto parte del equipo de Adrià y con nuestro buen amigo Quim, copropietario del muy recomendable restaurante Las Golondrinas de Roses.